ciudadanos

La reforma político-electoral de 1977 concedió a los partidos políticos el carácter de “entidades de interés público”. Un asunto de la mayor relevancia que hasta hoy no ha derivado en una ley reglamentaria de este mandato constitucional. No obstante esta definición establecida en el artículo 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el carácter “público” no se ha traducido en obligaciones legales que aseguren que los partidos políticos son y están al servicio de todos (públicos, en realidad). Como instituciones de Estado, los partidos políticos nacionales gozan del régimen de prerrogativas más importante que jamás hubiese sido concedido a otra institución pública, justamente porque son las instituciones que se ha creado para “hacer posible el acceso de los ciudadanos al poder público” y “contribuir a la integración de la representación nacional”.

Durante todas las reformas político- electorales posteriores a la de 1977, los partidos se han resistido a una legislación que limite la discrecionalidad de la que hoy gozan para designar a sus candidatos y dirigentes, generalmente de formas antidemocráticas que, en todo caso, han fortalecido el anquilosamiento de círculos de poder –oligarquías- que contravienen la actividad democrática que un partido político debiera sostener. Paradójicamente, son concebidos para hacer posible la democracia en la renovación de los cargos públicos de gobierno, pero a su vez, no se les obliga –por ley- a practicar un mínimo de democracia a su interior, lo que pervierte su misión y objetivos fundamentales. Son, candil en la calle y oscuridad en la casa.

Ante la falta de una regulación que los obligue a ser democráticos, los partidos deciden cuándo les conviene serlo, y cuándo no. Para ello gozan de estatutos que les permiten hoy muchos métodos para darle vuelta al legítimo derecho que los ciudadanos tienen de elegir sus candidatos, y dirigentes. Para que los partidos sean públicos, como dice el artículo 41 de la Constitución desde 1977, deben estar al -y para el- servicio de todos. Para lograr esto, resulta imprescindible legislar para que su primera obligación fuese practicar un mínimo de democracia a su interior, y elegir, por tanto, democráticamente a candidatos y dirigentes (una suerte de elecciones primarias obligatorias, tropicalizadas). Así aseguraríamos que los ciudadanos que se interesen en “asociarse libre y pacíficamente”, a través de estas “entidades de interés público”, mantengan la posibilidad de participar. Sólo entonces serán de forma auténtica, públicos. Hasta que no asuman la obligación por ley de seleccionar democráticamente a los que aparecen en la boleta electoral, los partidos lejos de mantener, continuarán con la dilapidación su ya raquítica legitimidad institucional. Por cierto, con o sin dinero…

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