Cada proceso electoral, en México, es cada vez es más caro, respecto del homólogo inmediato anterior. Por ejemplo, mientras que el costo público del proceso electoral federal de 2012 ascendió a poco más de 22 mil 928 millones de pesos; el costo público del proceso electoral federal de 2018 será de poco más de 28 mil 697 millones de pesos. Sin embargo, la dimensión presupuestal de los comicios federales y locales (30), para este año, alcanzarán a los 45 mil 620 millones de pesos, cifra prácticamente equiparable a los daños que dejaron los sismos septiembre del año pasado.

A pesar de que ha existido un exacerbado reformismo electoral en los últimos 40 años [’77, ’86/’87, ’90,’93/’94, ’96, 2002, 2003, 2005, 2007/2008, 2012 y 2014]; un mayor número de instituciones con crecientes facultades y poderes [autonomía constitucional a organismos electorales, máxima autoridad a tribunales especializados en materia electoral, Fepade, etc.]; y un exponencial presupuesto para la celebración de elecciones en nuestro país [organismos electorales (federal y locales), partidos políticos (federales y locales), tribunales electorales (federales y locales) y fiscalías especializadas en delitos electorales (federales y locales)]; la democracia electoral en México se encuentra en caída libre de valoración para los mexicanos.

De acuerdo a Mitofsky, mientras que en 2004, la calificación de la confianza institucional en el IFE ascendió a 7.0 –en una escala de 0 a 10–; para 2017, el INE, gozó de una confianza institucional de 5.7, es decir, el organismo constitucional autónomo en materia electoral se encuentra reprobado (¿injustamente?) por los mexicanos. Aunado a ello, es importante destacar los datos de Latinobarómetro sobre el particular: en 2002, el 63 por ciento de los mexicanos decían apoyar la democracia; para 2017, ¡el porcentaje descendió a 38 por ciento!

Ahora bien, ¿qué ha origina esta depreciación de la democracia en nuestro país, en términos de credibilidad y confianza? Citemos los más importantes: 1) los malos perdedores en el juego democrático [falta de aceptabilidad de la derrota]. Para quien gana la contienda, ésta fue absolutamente pulcra y legal; para quien la pierde, fue todo lo contrario [fraude, robo, ‘compló’, etc.]; 2) la falta de democracia interna en los partidos políticos, que sólo será asequible si se plasma este principio en la Constitución General de la República; y 3) la insultante corrupción e impunidad que prevalece en el acceso [elecciones], ejercicio [mandato constitucional] y control del poder [congreso (fiscalización de los recursos, declaración de procedencia y juicio político), procuración (fiscalías) e impartición de justicia (jueces, magistrados, ministros)]. Mientras no exista lo anterior, por más recursos, instituciones (constitucionalmente autónomas) y burocracias que se destinen a la democracia electorera, nunca podrá recuperarse la confianza en las instituciones públicas mexicanas y el correspondiente respaldo al gobierno democrático, de cara a otros sistemas políticos [autoritarismos o dictaduras].

En un primer momento, se pensó que los males de nuestra democracia pasaban por pluralizar el ejercicio del poder. Pues bien, no sólo pluralizó la función pública, sino que también la corrupción y las viejas prácticas. La comentocracia y los tomadores de decisiones, se rebanaron los sesos en reformar las reglas de acceso al poder político, pero fueron raros y escuetos los esfuerzos relacionados con modificar el ejercicio del poder, para dejar en el limbo aquellos que tenían que ver con el control del poder. De esta manera, se apostó todo en afianzar la alternancia política, pero no se pensó en la transición democrática y en los tipos de gobiernos que arrojaría… conceptos que –alternancia y transición– se abordan como si fueran lo mismo en el argot político y popular. De esta manera, las reformas a nuestra democracia, sí erradicaron la hegemonía de un partido único, pero dieron lugar a la hegemonía única de partidos, corruptos y oligárquicos. Democratizar el sistema de partidos, para que estos recuperen su utilidad política en la renovación de los poderes públicos, es una gran asignatura pendiente de esta dispendiosa democracia.

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