El pasado martes, en un acto convocado en Zapopan, quien debería ser rebautizado como el «Broncas», decidió sacar a los medios de comunicación. Él es parte de un tipo de políticos pendencieros que observa a los medios como adversarios. Como días antes recriminó al reportero del periódico El Norte, «tengo el derecho de decidir a quien le doy la información o no». Es otro de esos políticos ciudadanos autodefinidos como disruptivos, de mecha corta, que explotan contra los medios cuando éstos no consignan los sucesos a su placer. Especialmente, si sostienen una narrativa crítica que deje en entredicho algunas de sus virtudes, esas que ellos mismos proclaman de sus personas o proyectos políticos. Virtudes que son irrecusables, bajo el latente riesgo de ser etiquetados como medios «basura», «vendidos» o «mentirosos».

Políticos ciudadanos nacidos en cuna autoritaria, conversos a la democracia que en el pasado ellos mismos fastidiaron. Una en dónde todo puede ser criticado, menos ellos. Si los medios no publican su forma de entender el espacio público, son irremediablemente sus adversarios y es su deber patriótico denostarlos. Combaten a esas empresas de «intereses obscuros», que se oponen a la liberalización política que ellos personifican. Son el tipo de políticos ciudadanos que no creen en los partidos, básicamente porque ninguna formación política puede a ser tan grande como su ego, rentable como su nombre, ni detentar su grandilocuencia que los vuelve imprescindibles, hechos a mano. Son consecuencia de la crispación de la población, cansada de las vicisitudes de la democracia, que empuja hoy a una transición autoritaria al caudillismo… por la vía democrática. Genios incomprendidos por los medios, esos que por mentirosos, basuras o vendidos no alcanzan a apreciar su novedosa visión del cambio político y de la democracia de adalides; que según ellos funciona al margen de las instituciones.

Caudillos de la era digital, agnósticos de la prensa, la radio y la televisión. Eso sí, fieles creyentes en las redes sociales, donde a golpe de pautas millonarias imponen sus opiniones, bloquean la crítica y compran sus seguidores para moldear la discusión al tipo que les resulta cómoda. Políticos cruzados con adhesión dependiente a las agencias de comunicación, que mediante contratos millonarios (esos sí sin fiscalización, licitación o transparencia) les queman incienso, les venden protección en Internet y militan religiosamente con su personalidad fenomenal.

El discurso redentor se alimenta de una realidad insoportable, que ellos nutren con catastrofismo. Lo esparcen con liturgia salvadora, mediante ese tufo de rompimiento y mal humor que los distingue. Se definen víctimas de una conjura nacional, hacen alarde de su concepción «moderna» e «innovadora» del gobierno: la política del espectáculo, de la conducta teatral, de las rabietas puestas en escena y las «valentonadas» de su vida pública. Son los caudillos pendencieros del siglo XXI. Políticos capaces de asumir todas las posiciones partidistas, pues las geografías ideológicas no van con ellos. Pueden pactar, incluso, con los más antagónicos, si con esto aumenta su posibilidad de llegar al poder. Viven en permanente mutación en función de las exigencias del mercado electoral y acusan una enfermiza obsesión por subrayar, con línea roja, a los buenos de los malos. Ellos y los demás; los medios que merecen su aprobación y los que reciben su desprecio y su litúrgica condena. Los periodistas que ellos certifican como profesionales –tal vez porque acceden a sus condiciones- y el resto, que no se pliegan a las sesudas tácticas de sus gurús consultores.

Declaran superadas las categorías derecha-izquierda, para poder tranzar con todos los factores de poder. Su único debate es entre dignos (ellos que se coluden) e indignos (los medios). Decentes (sus gobiernos) e indecentes (todos los demás). Ciudadanos (sus diputados) y políticos (el resto del Congreso). Interesados auspiciantes, con mucho dinero público, de una maniobra digital de acoso al periodista que cuestiona, a la crítica en los medios y al derecho democrático a disentir. Caudillos pendencieros conversos a una democracia que dicen que les gusta, pero sólo con reservas, con muchas reservas…

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