Actualmente, debido al azote global de una pandemia sin precedentes en la última centuria, los principales países productores de fármacos y de EPP [Equipos de Protección Personal: cubre bocas, guantes, gafas, caretas, batas, etc.] están experimentando una batalla por su producción y acaparamiento en insumos que determinarán, en buena medida, quién vive y quién fallece a causa del coronavirus. Al menos 69 naciones han prohibido o restringido su exportación, derivado del hecho de que todos los países del Planeta demandan exactamente las mismas herramientas para salvar la vida de sus connacionales. Hoy, más que nunca, el libre comercio ha sido suspendido por aquellos que lo difundieron con especial énfasis durante las últimas siete décadas: Estados Unidos prohibió la exportación de tapabocas; la Unión Europea hizo lo mismo con relación a los cubrebocas y EPP; el Reino Unido y Estados Unidos han impedido las exportaciones de hidroxicloroquina, un medicamento originalmente creado para tratar la malaria, y ahora probado por sus posibles efectos benéficos en contra del covid-19. No obstante, este ‘nacionalismo económico’ o autarquía comercial aún no ha auspiciado efectos catastróficos porque, irónicamente, China –productor del 70 por ciento de los ingredientes activos de los medicamentos para atender a los pacientes de coronavirus y, en general, del 80 por ciento de los antibióticos y componentes de una enorme gama de medicamentos– no ha entrado a esta perniciosa dinámica restrictiva. De llegarse a ese punto, estaríamos frente al peor escenario desde la Segunda Gran Guerra: una pandemia altamente mortífera agravada por conflictos bélicos de carácter trasnacional.
Frente a este particular y desafiante contexto, algunos argumentan a favor de la “soberanía farmacéutica”, entendida como la capacidad de un país para producir la totalidad de los medicamentos demandados por la población sin recurrir a su importación. Sin embargo, la escasez de materias primas o ingredientes activos en ciertos países y regiones, así como la compleja y tardía instrumentación industrial requerida para tales efectos, hacen inviable esta respuesta, frente a una pandemia que cobra millares de víctimas en periodos de tiempo cada vez más cortos. Por el contrario, lo que se necesita es cooperación y coordinación internacional. De no ser así, experimentaríamos un auténtico “sálvese quien pueda y como pueda” que, en el mejor de los casos, sólo beneficiaría a algunas potencias, para nulificar el derecho humano a la salud en decenas de países.
Resulta innegable que la única respuesta para hacerle frente al coronavirus es el hallazgo de un medicamento con eficacia probada, o bien, la creación de una vacuna –que requerirá, al menos, de 12 a 18 meses–. Ahora bien, ante la probable y eventual creación de alguno o ambos, el capitalismo volverá a ser puesto en jaque por el coronavirus: la patente del fármaco, que prevé su producción y comercialización monopólica por 20 años, ¿será capaz de dar atención a una población mundial que supera los siete mil 500 millones de habitantes? Más aún, ¿este tratamiento sólo será accesible para el ‘mejor postor’, es decir, los países y estratos sociales más ricos?
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