En días pasados, luego de someterse a un proceso de cateterismo cardiaco en el Hospital Central Militar, el presidente de la República, López Obrador, anunció que, en caso de fallecer, ya tenía redactado un ‘testamento político’ para garantizar la “gobernabilidad” del país. Desde luego, nadie desea tal acontecimiento —por el contrario, se le desea salud y pronta recuperación—. Aunque valdría la pena dilucidar el significado y repercusiones de ese ‘testamento político’.
De la escasa literatura y paradigmas históricos en la materia, bien podría decirse que el ‘testamento político’, realizado, atípicamente, por algunos Jefes de Estado, contiene, al menos, lo siguiente: I) las líneas generales del pensamiento político del testador, y sus respectivos principios doctrinarios, así como las razones que fundaron y motivaron su actuar en el ejercicio de gobierno; II) los ejes políticos rectores que deben guiar al Estado tanto en su gobernación interior como en sus relaciones exteriores; y III) lo que es más importante, los nombres de sucesión de quien, en principio, habrá de ocupar la titularidad de la Jefatura de Estado y, también, de aquellos que encabecen algunos ministerios o secretarías.
Existen emblemáticos botones de muestra. Existieron testamentos políticos redactados, por ejemplo, por Constantino I —emperador romano— y, también, por Luis XVI de Francia —en las postrimerías de la monarquía absoluta—. En el siglo XX, podríamos destacar el ‘testamento político’ de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin); el de Adolf Hitler —redactado en el Führerbunker de Berlín un día antes de su muerte—; y, también, el de Francisco Franco —que escribió a mano, un mes antes de morir, para añadir de forma expresa el nombre de Juan Carlos de Borbón como el “futuro Rey de España”—. Ya en el siglo XXI, destaca el testamento político de Hugo Chávez —en donde expresó su voluntad de que lo sucediera en el cargo Nicolás Maduro—. En México, el único ‘testamento político’ del que se tenga registro es el elaborado por Maximiliano de Habsburgo, redactado como ‘decreto imperial’ el 20 de marzo de 1867.
Como se puede advertir, los ‘testamentos políticos’ son, antes bien, distintivos de imperios, monarquías absolutas, dictaduras y autocracias. Lo anterior porque en las democracias modernas, las Repúblicas establecen en su Constitución el procedimiento específico de suplencia del Jefe del Estado. Lo mismo sucede en las monarquías constitucionales, en donde la línea de sucesión es ajena, incluso, a la voluntad del rey o la reina.
De forma que, en tiempos actuales, lo que atestigua un ‘testamento político’ es tanto la visión peculiar del poder político como la prorrogación del mandato **post mortem por parte del Jefe del Estado, algo impensable e imposible en una democracia constitucional. Sería también una nueva ‘facultad metaconstitucional’ del Ejecutivo Federal —adicional a las previstas por Carpizo—. En todo caso, el único ‘testamento político’, en una democracia constitucional, es el que deriva de la Ley Fundamental, tanto para definir al suplente del Jefe del Estado, en caso de su falta absoluta, como para investirlo de ciertas atribuciones y funciones que aseguren su gobernabilidad. Y así lo define el Capítulo III, de la Constitución Federal.
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