El caso de José de Jesús Covarrubias, magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado, separado ya del cargo por su reciente desafuero con la intención de que responda a las acusaciones vertidas en su contra, específicamente por el delito de abuso sexual infantil —por lo que ahora se encuentra vinculado a proceso—, retrata al sistema de justicia en nuestro país.
No por su vinculación a proceso, ni mucho menos por la eventual pena que se le imponga en su sentencia (de encontrarse culpable del delito que se le imputa), sino porque este caso vuelve a evidenciar que, en un Estado como el nuestro, con una debilidad institucional tan profunda, la única forma de hacer justicia para quien no tiene poder político o dinero suficiente para comprar conciencias y voluntades, es a través de la «indignación colectiva» y de la «protesta social» que provoca o anima un acto que, tanto para la sociedad en general, como para el más elemental sentido común, es a todas luces despreciable, censurable, deleznable.
Parece que esta es la única manera en que el sistemático letargo frívolo de la autoridad sucumba para dar lugar a la reacción y a la acción en las instituciones encargadas de procurar e impartir justicia. Debido a la carga social que acompaña a este caso (Covarrubias), las instituciones se reconvierten en eficaces para encontrar culpables y sancionarlos ejemplarmente —cuando son ellos, precisamente, los artífices de una impunidad que asciende al 99.7% en materia penal, de acuerdo con el INEGI 2021—. También ha ocurrido, afortunadamente, con los amagos de abusos de autoridad —como la arbitraria intención en la ampliación del mandato de Jaime Bonilla, como gobernador de Baja California, o de Arturo Zaldívar, como presidente de la SCJN—, que lograron ser ‘apagados’ con la fuerza de la copiosa libertad de expresión y de asociación, que se expresó en opiniones, protestas y manifestaciones, derivadas de un mal humor social que se opuso a la subsistencia de un acto de autoridad que era injusto, ilegítimo e inconstitucional.
Pero mientras no ocurra la protesta social, parece no existir forma de sortear la trágica carencia, ausencia o inexistencia de un Estado de Derecho que sólo existe en la discursiva ficción política o en la ‘política ficción’ de algunos gobernantes. Por esta razón, World Justice Project, en su ranking internacional de Estado de Derecho, ubica a México en el lugar 113, de entre 139 países evaluados, para así estar situado entre Madagascar (112) y Angola (114). No es para menos. Por el contrario, parece un tanto cuanto indulgente nuestra oprobiosa posición en el ranking. Para muestra, los reiterados atropellos que ocurren en el Tribunal de Justicia Administrativa en Jalisco, que se asume como la despótica autoridad suprema y de facto del desarrollo urbano.
Por eso resulta urgente reformar los mecanismos de designación entre quienes procuran, imparten y administran justicia. Confiar la Justicia, únicamente al Derecho y a la Ley, sin observar el perfil profesional de quienes únicamente la pueden hacer posible (ministerios públicos, fiscales, jueces, magistrados, ministros y consejeros de la judicatura), representa el abandono y la renuncia al principal fin del Derecho y de la Ley: procurar e impartir Justicia.
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