Durante el informe del presidente López Obrador, se reveló, por ejemplo, que “los últimos dos sexenios, los grandes contribuyentes [de México] se beneficiaron de condonaciones por 366 mil 174 millones de pesos y que sólo 58 de esos grandes contribuyentes, grandes corporaciones empresariales y financieras, 58, dejaron de pagar en los dos sexenios anteriores ¡189 mil 18 millones de pesos! Un ofensivo ‘privilegio de las condonaciones’ del pago de impuestos”. Hoy el presidente da cuenta de que este gobierno ‘cobra deudas vencidas y no tolera el fraude fiscal’. Resulta difícil diferir de la consigna del presidente, aunque se descalifique para justificar la indisposición de muchos sectores, incluso algunos que forman parte de los sistemas anticorrupción. ‘Gobernar con austeridad y no permitir la impunidad; moralizar la vida pública de México’, aún alienta la simpatía de una mayoría de mexicanos.
Hemos padecido gobiernos, como el de Emilio González Márquez, que realizaron una acción decididamente corrupta y corruptora, que formó escuela en Jalisco. Se gestó una red de corrupción que hoy es tenaz, horizontal y contestataria. Que envileció un ‘relevo generacional’; uno que, entre el dinero y el poder, se definió por el dinero, aunque les cueste el poder.
El nivel de corrupción presente atraviesa los más disímbolos sectores de nuestra sociedad, mismos que participan del beneficio de la gratificación, del trato preferencial, de la complicidad para lesionar el patrimonio público mediante fideicomisos público-privados, gestionados por coyotes, expertos en germinar los grandes fraudes, bajo el título de ‘asesor financiero’. Negocios, al estilo Jalisco, donde pierde el patrimonio público, para que se enriquezcan los vivales que trafican en complicidad con el poder político y entregan dinero, fondos o predios públicos, para negocios en confabulación.
Emilio González dejó a obsequio de pillos el dinero que los trabajadores aportan para su jubilación. Ese fondo acusa hoy un quebranto financiero, y por ello se apremia al Congreso a votar una reforma al IPEJAL, para atenuar el daño multimillonario causado a un fondo que, existe, para sostener un ¡derecho social! a la pensión y la jubilación. Convenientemente, sin que existan responsables de las gigantescas estafas cometidas, todas en contra del dinero de los trabajadores. Combatir a este entramado de intereses, resulta, obvio, un afán complejo, ingrato, que incitó ya el desprecio explícito de una mayoría. Se resolvió, porque pueden y quieren, que la revancha y la animosidad personal lleva prioridad sobre las leyes e instituciones.
Paradójicamente, en lo que se nombra como “la era de la transparencia”, irrefutablemente la opacidad y la corrupción acusan más fuerza. Los indicadores, las políticas de oropel y las acciones frívolas de ‘escritorio’ de los ‘sistemas’, resultó frágil ante el conveniente desagrado de los poderes constituidos y de los órganos constitucionalmente autónomos. Un cometido que provoca… la represalia del gobierno. Precisamente por esa normalización de la corrupción, goza de prestigio, el ‘arte del desprestigio’, que se anima con furia desde el poder público.
Mi columna la puedes encontrar aquí, en Milenio.