La figura de la violencia política de género nació con el propósito de proteger a las mujeres de agresiones misóginas que buscan inhibir su participación en la vida pública y limitar sus derechos políticos. Sin embargo, esta conquista hoy se desvirtúa, porque se usa para censurar críticas legítimas, acallar disidencias, ocultar yerros y convertir a la libertad de expresión en víctima colateral.
El disenso es consustancial a la democracia. Callar por decreto, multar por tuitear o sancionar por ironizar, es autoritarismo disfrazado de justicia. El artículo “Violencia política de género: un comodín”, publicado por Vanessa Romero Rocha en El País (26/06/2025), lo documenta con claridad. Esta figura, lejos de centrarse en actos misóginos flagrantes —como los ataques contra la senadora Citlalli Hernández, llenos de estereotipos de género y odio corporal —, se aplica hoy contra periodistas, activistas y ciudadanos por ejercer su derecho a opinar.
Los casos abundan. Recientemente, el Tribunal Electoral ha sancionado a Álvaro Delgado y Héctor de Mauleón por críticas con sustento en hechos comprobables. A Laisha Wilkins se le impuso una disculpa pública, multa y curso por burlarse de un tuit. Miguel Meza fue denunciado por señalar a un hombre acusado de acoso. Se pierde el sentido jurídico cuando señalar pifias, con sarcasmo, se convierte en “violencia política de género”.
Esta figura se ha trasformado en coartada para castigar medios, como ocurrió con Radio Teocelo, hostigada por el Partido Verde. La judicialización del debate público está transformando derechos fundamentales en concesiones precarias. Si criticar se castiga, disentir se criminaliza y opinar se convierte en riesgo legal, estamos ante un retroceso disfrazado de avance.
De forma que, con las debidas argucias legales, la crítica libre puede terminar convertida en expediente sancionador. En este escenario, la libertad de expresión deja de ser un derecho fundamental, para convertirse en una concesión condicionada por la susceptibilidad de las élites jurídicas.
Cuando una figura creada para proteger, se vuelve mordaza institucional, hay que encender las alarmas en el periodismo. La violencia política de género no debe ser el nuevo eufemismo del poder para silenciar lo incómodo.