El día de ayer, 7 de diciembre, el Inegi publicó un interesante comunicado de prensa relacionado con la corrupción en el país, toda vez que el 9 de diciembre de 2003 la ONU estableció esta fecha como el Día Internacional Contra la Corrupción.
En el comunicado se advierte que, de acuerdo con datos de Inegi (2021), el 57.1% de la población mexicana, mayor a 18 años, “consideró a la corrupción como uno de los problemas más importantes de su entidad federativa”, pues “se ubicó sólo por debajo del problema de inseguridad”. De forma que los principales problemas de la vida pública, en nuestro país, se explican por la díada ‘seguridad’ y ‘justicia’. ¿Por qué? Porque precisamente el clima de impunidad que subyace en todos los delitos —incluyendo a la corrupción—, es lo que auspicia tanto su adversa repetición como su crecimiento exponencial.
Adicional a ello, Inegi sostiene que “los costos directos de la corrupción que se generan por el dinero, regalos o favores que se apropian los servidores públicos cuando la población realiza un trámite o servicio, se estimó que, a nivel nacional y durante 2021, el costo promedio fue de 3,044 pesos por persona en términos reales”.
Por esta razón es que diversas organizaciones no gubernamentales, que son de renombre en el concierto internacional, cuantifican el costo de la corrupción en México con porcentajes que van del 2% al 10% del PIB Nacional. El Fondo Monetario Internacional (FMI) señala que el costo de la corrupción en el país asciende al 2% del PIB Nacional. Por su parte, la Organización de los Estados Americanos (OEA) señala que el costo de la corrupción en México asciende al 10% del PIB Nacional. Para situarlo en perspectiva comparada, si partimos del hecho de que el costo de la corrupción, en México, asciende al 10% del PIB Nacional, ¡este monto sería mayor que el PIB Nacional de 150 países en el Mundo! Es decir, sería mayor que el de economías nacionales –consideradas en lo individual– como: Ecuador, Puerto Rico, Luxemburgo, Bulgaria, Croacia, Costa Rica, Panamá, Uruguay, Jordania, Bolivia, Paraguay, Islandia, Mónaco y Liechtenstein, por mencionar tan sólo a algunos países.
Como sostiene la OEA, la corrupción ha sido (mal) catalogada o (mal) entendida como “un crimen o delito sin víctima”, toda vez que “es difícil ligar los actos de corrupción a efectos directos sobre las personas”. De modo que —apunta la OEA— “el daño social producido por la corrupción” puede ser entendido como “el menoscabo, afectación, detrimento, disminución o pérdida del bienestar social, ocasionado por un hecho de corrupción, el cual sufre injustificadamente [ilegalmente] una pluralidad de individuos, al producirles una afectación material o inmaterial en sus intereses difusos o colectivos, y ante lo cual surge el deber de reparar [el daño]”. Así es como “tal afectación puede ser material o patrimonial”, p. ej., “en el sobreprecio en la construcción de obra pública”, sobrecosto que pudo haberse destinado a la construcción de muchas obras más (hospitales, escuelas, etc.), o bien, en “pagos indebidos” asociados a la realización de ciertos trámites. Por otro lado, este costo social de la corrupción también puede ser “inmaterial o extrapatrimonial”, el cual se manifiesta en “la deficiente prestación de servicios públicos básicos” o “la pérdida de confianza en las instituciones”, por cita tan solo dos botones de muestra en este tenor.
Finalmente, el Inegi sostiene que los tres principales trámites, pagos, solicitudes de servicio y contactos donde la población experimentó un acto de corrupción fue: I) “contacto con autoridades de seguridad pública”, con un 65%; II) “trámites ante el Ministerio Público”, con un 24% de prevalencia; y III) “permisos relacionados con la propiedad”, con un 22.3%. De forma que no es nada fortuito que el informe de Transparencia Internacional, ‘Las personas y la corrupción: América Latina y el Caribe’, señale que México es el país con mayor índice de corrupción, de la región, en la prestación de servicios públicos.