La Organización No Gubernamental (ONG), Impunidad Cero, presentó un revelador estudio: ‘Facturas Falsas: La Epidemia en el Sector Salud’. Se ilustra cómo es que el derecho a la salud se ha convertido en un muy lucrativo negocio en el que se encuentran coludidos autoridades y particulares en nuestro país, a través de un eficaz sistema que permite toda una variedad de actos de corrupción en instituciones federales y estatales de salud, que engloba a aquellos servidores públicos que convocan a una licitación, realizan el procedimiento de compra o de adjudicación de contratos. A los responsables de recibir bienes (incluidos personal de almacén), a encargados de áreas contables, e incluso a personal de los órganos internos de control que son omisos (cierran los ojos) para detectar y denunciar los robos. Este sistema se entrelaza con un afinado modelo que asegura impunidad, que deriva de la resistencia de autoridades para implementar controles reales que permitan la ‘trazabilidad’ de los recursos; esto es, el identificar su origen, las etapas en las que se transfieren y ejercen, y la efectiva recepción por parte del sector salud.
El estudio expone cómo es que las ‘empresas fantasma’ –a través de la expedición de 22 mil 933 facturas falsas– participan de desvíos que ascienden a miles de millones de pesos en instituciones públicas de salud: poco más de 4 mil 179 millones de pesos en el periodo comprendido de 2014 a inicios de 2019. Se identifica un pernicioso sistema que se simula la venta de bienes o la prestación de servicios inexistentes a las instituciones de la salud, con recursos que no derivan únicamente del Estado, sino también de las cuotas que aportan patrones y trabajadores, como sucede en el caso del IMSS [institución federal que más recursos erogó a ‘empresas fantasma’]. Se concluye que son seis estados –en el que destaca Jalisco– los que reúnen el 80% del total de facturas falsas encontradas en las entidades federativas.
El enfoque conceptual de la corrupción debe dar un viraje. El IMCO y CIDE, en su estudio ‘México: Anatomía de la Corrupción’ (2015), señalan acertadamente que “cuando se habla de corrupción en una sociedad, la definición debe ampliarse para incluir las relaciones entre particulares”. En efecto, el fenómeno de la corrupción implica al ‘corrupto’ [autoridad(es)] y al ‘corruptor’ [particular(es)]. Resulta injustificado que la investigación y sanción de la corrupción recaiga únicamente en servidores públicos, y no en particulares –conditio sine qua non del ilícito–. Como señala Transparencia Internacional (TI), “un desafío clave [para las democracias modernas] es que la corrupción es considerada convenientemente como un delito sin víctimas”.
En efecto, no se discute y legisla en la ‘reparación del daño’: la “intención de identificar, cuantificar y reparar el daño y las consecuencias de la corrupción”. La reparación del ‘daño social’, derivado de la corrupción, debe incluir al menos cinco aspectos: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición, relacionado con quienes se ven afectados por los actos de corrupción. La iniciativa privada debe asumir su responsabilidad de la participación en la corrupción.