La música puede conmover, narrar, preservar la memoria. También puede ser una trinchera de identidad, una forma de resistencia, incluso, de denuncia. Pero cuando se usa para glorificar al verdugo, cuando se convierte en himno del crimen, la música deja de ser arte y se transforma en arma. ¿Qué dice eso de nosotros como sociedad? ¿Qué dice de los referentes culturales que estamos reproduciendo? ¿Cuándo dejamos de escandalizarnos ante la violencia y comenzamos a celebrarla?

La apología del crimen, cuando se presenta como espectáculo, deja de ser solamente una expresión artística para convertirse en una herramienta política, simbólica y propagandística. Los narco-corridos ya no narran el poder del crimen. Lo construyen. No son reflejo de una realidad. Son parte activa de su expansión. Es memoria colectiva, termómetro emocional y espejo de las contradicciones sociales. Es reflejo de un entorno donde la violencia ha sido normalizada, donde el crimen se ha infiltrado incluso en los rituales festivos de la mayoría de los municipios. Las canciones se convierten en historias vivas que legitiman o cuestionan esas realidades.

Este fenómeno no es exclusivo de Jalisco. Como lo documenta un artículo de Gatopardo, una corte en Estados Unidos vinculó formalmente a un cantante con un cártel. No como seguidor, sino como pieza funcional del aparato criminal, encargado de legitimar figuras, difundir ideología y reclutar jóvenes. La música, en ese contexto, deja de ser entretenimiento para convertirse en estrategia.

Y, sin embargo, frente a esta realidad, la respuesta más frecuente ha sido la prohibición. Diez estados del país ya han restringido la interpretación pública de estos temas. En algunos casos, como ocurrió con Luis R. Conriquez en Texcoco, los artistas han obedecido a los gobiernos… y paradójicamente, han sido castigados por su público. La prohibición, lejos de resolver, termina por alimentar el fenómeno.

Sergio Sarmiento lo ha dicho con claridad. Muchos de los políticos que quieren prohibir los corridos, probablemente nunca los han escuchado. La censura suele surgir más del miedo, que del entendimiento. Y esa ignorancia se convierte en repudio, en castigo a la complejidad. Lo prohibido, casi siempre, se vuelve más poderoso.

Aguayo ha insistido en que el prohibicionismo es una solución simplista que no ataca el fondo del problema: la impunidad y la corrupción institucional. En su análisis sobre la violencia cultural, advierte que prohibir expresiones populares, sin una estrategia integral de justicia, solo contribuye a reforzar el autoritarismo, sin generar cambios reales en la estructura de poder criminal. En lugar de cerrar espacios de expresión, propone abrir más espacios de verdad social, memoria para las víctimas y educación crítica.

Prohibir corridos no desaparece que existan las condiciones que los inspiran. La presidenta Claudia Sheinbaum lo expresó mejor. Dijo que es preferible educar, formar y dialogar. Porque mientras sigamos creyendo que callar la música es suficiente para silenciar la violencia, estaremos ignorando lo más urgente, transformar la realidad que la produce.

Lo que sucede con los narco corridos revela algo más profundo. Hay una normalización del crimen que ha calado en la cultura popular. El narco no solo impone miedo; también vende éxito, poder, respeto. Para muchos, se ha vuelto un modelo aspiracional.

¿Qué pasa cuando las figuras del crimen organizado no solo son temidas, sino aplaudidas? ¿Qué significa que los corridos que los glorifican sean cantados con euforia por miles de personas? ¿Qué dice esto sobre la fractura emocional, simbólica y ética que atraviesa al país?

En este contexto, la defensa de la cultura no es un lujo. Es una necesidad. Las universidades, los medios, los gobiernos y la sociedad tenemos que hacer frente a esta invasión simbólica con firmeza, con creatividad y sin censura, pero con determinación. Porque si la música se convierte en aplauso al verdugo, estamos dejando sin voz a las víctimas.

Simplificamos algo que es, en realidad, un síntoma mucho más turbador. La cultura puede ser resistencia o rendición. El crimen organizado no solo quiere el control de las calles, sino también el aplauso. Lo preocupante es, que lo está consiguiendo.


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