El día de ayer se celebró el foro Los desafíos de la libertad de expresión hoy, en el Paraninfo Enrique Díaz de León de la Universidad de Guadalajara. La libertad de expresión resulta una condición necesaria, más no suficiente, para la vida en democracia. No es casualidad que los rankings internacionales, que corresponden a la ‘Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2021’ —elaborado por Reporteros sin Fronteras—, y el de ‘Democracia 2020’ —publicado por The Economist— coincidan prácticamente con el posicionamiento que hacen de los países en su evaluación: Noruega, por ejemplo, ocupa el primer sitio en ambos indicadores; y, Corea del Norte, se sitúa en último lugar en ambos tableros. De forma que existe una relación insoslayable, simbiótica, entre democracia y libertad de expresión.

Por esta razón, mientras que, en una democracia se tutela, protege y garantiza la libertad de expresión, en los regímenes antidemocráticos ocurre precisamente lo contrario: se le censura, intimida, persigue e inhibe. También es cierto que, sin información de calidad, no existe la libertad de expresión; y sin libertad de expresión, no puede haber información fiable. También, por ello, en democracia el principio rector que obra sobre la res pública, la ‘cosa pública’, es la máxima publicidad, es decir, la transparencia; mientras que, en regímenes autoritarios, lo que impera es la secrecía de los asuntos públicos.

Pero más importante aún, la libertad de expresión no sólo es un derecho humano, sino un derecho público que cumple un importantísimo rol democrático y una función social. Y la expresión más acabada de esta libertad es, sin duda, el periodismo libre. Así lo reconoce tanto la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la OEA como la Corte Interamericana de Derechos Humanos: “El periodismo es la manifestación primaria y principal de la libertad de expresión”. De manera que el periodismo se constituye como el contrapeso, es decir, el ‘contrapoder’ por excelencia del poder público. Es un hecho que los controles y equilibrios entre los poderes, resultan una ficción constitucional sin la existencia previa de la libertad de expresión. Más aún, el poder expresarse libremente es condición sine qua non de una robusta oposición.

El periodismo en su origen, como en sus fines, es antagónico al poder. Su propósito no es la coincidencia, sino la crítica. De forma que el periodismo que no incomoda, no cuestiona, no fiscaliza o no critica al poder; francamente, no puede llamarse periodismo. La versión (pro)gubernamental de la realidad es propaganda; y la interpretación independiente de la realidad, elevada en la libertad de expresión, redunda en el periodismo. Bien podría decirse que el periodismo siempre conlleva una intrínseca fatalidad: ser contrapoder. No para exhibir, sino para amainar las consabidas deficiencias e insuficiencias del gobierno. El motor de la racionalidad, de la búsqueda de la verdad, recae en la crítica auspiciada por la libertad de expresión, que es además la más fiel expresión de la libertad. Para ello es indispensable el debate, la tolerancia a discutir y argumentar con quienes opinan diferente, abandonando el confort de las coincidencias y unanimidades, para dar lugar al legítimo derecho a disentir.

Mi columna también la encuentras aquí, en Milenio.