Cuando un OCA se convierte en un espacio burocrático, politizado, sin independencia, el Legislativo no solo tiene el derecho, sino el deber de reformularlo, para recuperar su finalidad pública original.
Los Organismos Constitucionalmente Autónomos (OCA) fueron concebidos como una respuesta institucional al hiperpresidencialismo que marcó a México durante gran parte del siglo XX. Representaron una corrección técnica, jurídica y democrática. Se trató de espacios fuera del alcance directo del Poder Ejecutivo. Diseñados para garantizar que funciones estratégicas del Estado no estuvieran sometidas al humor del gobernante en turno, ni a las coyunturas del poder. Así surgieron entidades como el INAI, el INE, la Cofece, IFT o el ITEI en Jalisco, entre otros. Todos con una promesa común, actuar con independencia, alta especialización y racionalidad técnica.
Sin embargo, el simple reconocimiento constitucional de la autonomía no garantiza, por sí mismo, que estas instituciones cumplan con su cometido. La experiencia muestra que, en algunos casos, estos organismos han sido desvirtuados por la ausencia de un servicio profesional de carrera. Lo que nació para equilibrar al poder, en estas condiciones, se transformó en una extensión opaca del mismo, camuflada bajo el ropaje de la autonomía, como francamente ocurrió con el ITEI en Jalisco, debido a una mayoría de comisionados que —gustosos— se sometieron al Ejecutivo.
Ahí radica el verdadero dilema. Porque cuando un OCA pierde su vocación independiente, su racionalidad técnica o su capacidad de actuar de manera imparcial, ya no puede defenderse en nombre de la racionalidad técnica, esa que le es ausente. Un organismo autónomo que responde a indicaciones precisas del Poder Ejecutivo y que opera desde la inercia burocrática; no es un contrapeso. Es una carga para el erario y una traición a su propio mandato constitucional. Y en ese punto, no sólo es legítimo que el Legislativo revise su funcionamiento; es su deber hacerlo.
La crítica no debe confundirse con regresión. Exigir que los organismos autónomos cumplan con su independencia, reafirma el sentido de su existencia. El problema no es que existan OCA’s, sino que algunos dejaron de funcionar como tales, al quedar al servicio del gobierno, como una extensión grotesca. El erario no está obligado a sostener nóminas que abandonaron su razón de ser, ni a conservar intactas instituciones cuya operación se ha desviado de su propósito original. Entre la permanencia incondicional e inercial, y la eliminación, existe una vía más inteligente, la de la reforma.
Reformular implica recordar que la legitimidad de algunos OCA’s no proviene del texto constitucional, sino del servicio efectivo que prestan a la ciudadanía, desde su firme independencia, especialización y racionalidad técnica.
Cuando se ha planteado la desaparición de estos organismos, lo hacen partiendo de una crítica parcialmente válida. Hay OCA’s que renunciaron a su independencia, que aunque legalmente la tienen, no ejercen autonomía. Que no atendieron la racionalidad técnica de los perfiles idóneos, y que a la postre operan con escasa eficacia. Además, consumen presupuestos elevados, sin producir resultados verificables. Pero se salta de ahí a una conclusión que es ciertamente debatible, que la única salida es extinguirlos o reabsorberlos al Poder Ejecutivo, por más ‘descentralizado’ que sea el nuevo ‘organismo’. Es decir, cambiar una disfuncionalidad por otra.
Cuando el poder concentra funciones, sin contrapesos, lo que prospera no es la eficacia, sino el abuso. Y esto ya ocurría cuando al ITEI se le dictan instrucciones desde palacio de gobierno. Algo que por cierto no es nuevo, ni desconocido. Los organismos autónomos nacieron precisamente para evitar ese escenario, para corregir los excesos de una administración vertical y para proteger ámbitos fundamentales de la vida pública, como los derechos humanos, la transparencia, la competencia económica, la equidad electoral, la estadística nacional…
Por eso la discusión no puede quedarse en un falso dilema entre eliminar o mantener. Lo que está en juego no es el OCA, sino la calidad de su autonomía, su auténtica independencia y la utilidad de su función pública. Si un OCA deja de servir, no se le debe defender por inercia. Pero si cumple su función, debe ser defendido con firmeza, aunque resulte incómodo para el poder. Esa es la diferencia entre consolidar instituciones o ajustarlas a su conveniencia.
La autonomía, como la democracia, no se defiende con discursos, ni con inercias. Sino con acciones puntuales, con resultados tangibles y con independencia. Y cuando un organismo autónomo deja de ser útil e independiente, debe transformarse. Porque al final, su sentido no está en el nombre ni en la estructura, sino en su capacidad para proteger los derechos tutelados, resistir la intervención de los poderes del gobierno y garantizar derechos con independencia y especificidad técnica.
Los OCA’s deben ser lo que prometieron ser. Contrapesos reales, no simulaciones burocráticas. Instituciones vivas, no monumentos vacíos. Y, sobre todo, una expresión puntual de que el poder autónomo también se vigila, se limita y se regula, incluso —y especialmente— en los OCA’s.
https://www.milenio.com/opinion/gabriel-torres-espinoza/con-pies-de-plomo/el-ocaso-del-itei