La reciente elección de cargos judiciales federales —incluidos los de la Suprema Corte— ha inaugurado una nueva etapa en la historia de la justicia mexicana. Tendremos una Suprema Corte más política, más expuesta y, paradójicamente, más rebasada. El dato es contundente. La ministra Loretta Ortiz admitió que en septiembre la Suprema Corte arrancará con más de 8 mil asuntos pendientes. A ello se suma la “curva de aprendizaje” de los nuevos ministros. La reforma redujo de once a nueve el número de integrantes, lo que compromete aún más la capacidad resolutiva del máximo tribunal del país.
Casos de altísimo impacto nacional, como la desaparición de los fideicomisos, la prisión preventiva oficiosa, el juicio contra Emilio Lozoya, o el de Jesús Murillo Karam por Ayotzinapa, siguen empolvándose en los estantes del olvido institucional. Hay expedientes —de alto impacto nacional— que acumulan más de 1,500 días esperando resolución. Es decir, más de cuatro años sin respuesta. Esto contraviene no solo la letra, sino también el espíritu de la Constitución, que establece la obligación de una justicia pronta y expedita.
La parálisis no es solo consecuencia de las reformas, sino de problemas estructurales arrastrados por décadas. Déficit de jueces, simulaciones procesales, corrupción en fiscalías, espacios físicos insuficientes, y una insostenible sobrecarga laboral. Problemas procesales como la dilación en notificaciones, la pérdida de expedientes, la ineficiencia en la programación de audiencias, el desahogo tardío de pruebas y el reducido espacio físico en tribunales son apenas la superficie. En 2023, había 4.4 jueces por cada 100 mil habitantes, frente al estándar internacional de 65, establecido por la OCDE.
Durante el paro de labores por la reforma judicial (de 71 días) se dejaron de emitir 236 mil resoluciones y se cancelaron 12,448 audiencias. Cada día de suspensión se tradujo en más rezago, más impunidad y más frustración ciudadana. ¿Qué recibirán los nuevos ministros? No solo rezagos numéricos, sino vicios estructurales profundamente arraigados. El nuevo rostro del Poder Judicial deberá encarar no solo los desafíos de legitimidad y autonomía, sino una carga histórica que lleva años incubando el descrédito, la impunidad y la desconfianza.
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