El pasado 5 de octubre fue presentada, por el Presidente de la República, la iniciativa de reforma constitucional en materia eléctrica que modifica los artículos 25, 27 y 28 de la Carta Magna. Sin duda, el contenido vigente y propuesto representan el lindero de dos posicionamientos ideológicos: ‘liberalización’ y ‘aperturismo’ versus ‘estatalización’ —que no expropiación— y ‘proteccionismo’ del sistema eléctrico nacional.

Debe decirse que la participación del Estado en el sector eléctrico de un país no es fenómeno atípico sino ampliamente generalizado en el mundo —con independencia del régimen económico de un país: privatista-capitalista, estatista-marxista o mixto—. De acuerdo con la OCDE (2018), la participación pública (estatal) en la capacidad eléctrica instalada, a nivel global, asciende al 62%; mientras que apenas el 38% pertenece al sector privado. De forma que 32 de las 50 mayores empresas eléctricas del Orbe tienen una participación pública preponderante. La más paradigmática es, definitivamente, la Électricité de France (EDF), en donde el Estado galo conserva el 84% de sus acciones. De acuerdo con la iniciativa del Ejecutivo Federal, actualmente, la CFE participa con el 38% de la generación eléctrica del país, y la reforma pretende que este porcentaje ascienda, al menos, en un 54% —aún por debajo de la media internacional que es de 62%—. Como reconoce el Banco Mundial “no hay soluciones universales [en la materia] (…) las reformas del sector de la energía eléctrica son un medio para alcanzar un fin. Lo que importa en definitiva son los buenos resultados del sector y puede haber diferentes maneras de conseguirlos. Entre los sectores de energía eléctrica con mejor desempeño en el mundo en desarrollo se encuentran [también] los (…) servicios de energía eléctrica estatales predominantes y competentes”.

Se sostiene también que la reforma constitucional planteada promueve la generación eléctrica derivada combustibles contaminantes, para así sepultar las ‘energías limpias’. Bueno, pues de acuerdo con la Agencia Internacional de Energía (AIE), tan sólo el 16% de la generación eléctrica del Planeta proviene de fuentes renovables. Por su parte, de acuerdo con el Banco Mundial, el 65.2% de la producción de energía eléctrica en el Orbe se genera a partir de fuentes de petróleo, gas y carbón, en donde destacan porcentajes altísimos, en este tenor, en países del llamado ‘Primer Mundo’: en Emiratos Árabes Unidos —donde se encuentra Dubai—, el 99.8% deviene de ‘energías sucias’; en Hong Kong, el 99.7%; en Singapur, el 96.9%; en Australia, el 86.4%; y, en Países Bajos, el 82.2% —por mencionar tan sólo unos ejemplos—.

En efecto, el mayor problema de la reforma eléctrica vigente de Peña Nieto es que, a todas luces, incumplió con su principal promesa social: bajar el precio de las tarifas de electricidad. De igual forma, la ‘liberalización’ del sector no resultó ser más que el pretexto discursivo de una ávida sed de corrupción. Como botón de muestra de lo anterior, de acuerdo con la Encuesta de Delitos Económicos 2015 —teniendo en vigor la reforma de 2013 que se pretende derogar—, realizada por PricewaterhouseCoopers (PwC), el sector energético fue reportado como el segundo sector más corrupto de la economía mexicana.

Mi columna la puedes leer aquí también, en Milenio.