¿Queremos una democracia adaptada al siglo XXI o una democracia encapsulada en prácticas procedimentales del siglo XX?
La discusión sobre el voto electrónico no es nueva, pero sí impostergable. Ante los desafíos que enfrenta nuestra democracia -desafección ciudadana, altos costos operativos, lentitud en la entrega de resultados y barreras persistentes para sectores históricamente excluidos-, el rezago en su implementación no obedece a razones técnicas, sino a miedos políticos que nos condenan a sostener un modelo electoral cada vez más costoso y menos eficiente.
El reciente mandato del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) al INE, para analizar la factibilidad del voto electrónico en los comicios de Coahuila en 2026, reaviva un debate fundamental: ¿queremos una democracia adaptada al siglo XXI o una democracia encapsulada en prácticas procedimentales del siglo XX?
Países como Estonia, Brasil, Filipinas o India han demostrado que los sistemas electrónicos de votación -presenciales o remotos-, no solo son viables, sino deseables. Estonia, desde 2005, utiliza el voto por Internet y en 2023 celebró sus primeras elecciones mayoritariamente digitales. ¿Por qué México, con su capacidad técnica y experiencia organizativa, no habría de lograrlo?
El INE ha planteado una ruta gradual y técnicamente viable. Ya hay experiencias exitosas. En 2024, la Ciudad de México instaló 44 urnas electrónicas en casillas especiales; el voto por Internet fue la vía preferida por los mexicanos en el extranjero (más del 70% lo utilizó); y desde 2005, más de 20 estados han empleado tecnologías similares para ejercicios de participación ciudadana. Lo que falta no es capacidad, sino voluntad.
Los beneficios son evidentes. Se reducen costos logísticos, se amplía la accesibilidad para personas con discapacidad o movilidad limitada, se agiliza el escrutinio, disminuye el error humano y se acortan los tiempos de espera para conocer resultados. En un país donde la desconfianza institucional coexiste con una ciudadanía digitalmente activa, negar la posibilidad del voto electrónico es también negar un derecho a votar sin obstáculos innecesarios.
La oposición al cambio, disfrazada de prudencia, no resiste el análisis. La elección judicial de 2025 costó 7 mil 300 millones de pesos y tuvo una participación de sólo 12.7%, lo que se traduce en 586 pesos por voto. Ese modelo no es sostenible ni defendible. Persistir en él es ignorar la necesidad de evolucionar. La desconfianza no se combate evitando la innovación.
La democracia del siglo XXI no puede depender de urnas del siglo pasado. El voto electrónico no sustituye la democracia, pero sí la fortalece. La certeza no se destruye con tecnología; se construye con reglas claras, auditorías independientes y voluntad de mejorar. Aplazar su implementación es seguir gastando más, para que voten menos. Y eso, más que prudencia, es irresponsabilidad.
POR GABRIEL TORRES
PROFESOR E INVESTIGADOR EN LA UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA
@GABRIELTORRESES
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