El pasado 14 de junio fue publicado el estudio The 2021 Capacity to Combat Corruption (CCC) Index por el Anti-Corruption Working Group de AS/COA. Es un estudio que mide tanto la “capacidad institucional” como los “resultados concretos” observados para combatir la corrupción, a través de una evaluación hecha a 15 países latinoamericanos que concentran el 95% del PIB en la región. El estudio, plantea un enfoque ciertamente novedoso, toda vez que no mide la “percepción de la corrupción” —como lo hace Transparencia Internacional a través de su Índice de Percepción de la Corrupción (IPC)—, sino que mide el “combate a la corrupción”.
México aparece en el lugar 11º del ranking, frente a Uruguay situado en el 1º sitio, y Venezuela en el 15º y último peldaño. Para tales efectos, el estudio establece el ranking a través de la ponderación, medición y evaluación de 14 variables que se encuentran disgregadas en tres categorías a saber: I) Capacidad Legal, con indicadores como: ‘independencia y eficacia del Poder Judicial’, ‘independencia y eficacia de las Agencias Anticorrupción’ e ‘independencia y recursos de la Fiscalía y sus fiscales’; II) Democracia e Instituciones Políticas, con indicadores como: ‘legislación sobre financiamiento a campañas’ y ‘regulación de los procesos legislativos y de toma de decisiones’; y III) Sociedad Civil y Medios, con indicadores como: ‘movilización de la sociedad civil en contra de la corrupción’ y ‘calidad de la prensa y el periodismo de investigación’.
Como puede advertirse, estas variables resultan especialmente relevantes para el estudio de este nocivo fenómeno que aqueja, en mayor o menor medida, a todos. ¿Por qué? Porque, en principio, este informe mide la capacidad institucional, en materia de combate a la corrupción, atendiendo el relevante criterio “procuración e impartición de justicia”, para así afianzar la eficaz sanción punitiva del delito de la corrupción, en clara contraposición a la creciente tendencia que demerita su “sanción” —combate ex post— para así privilegiar y pugnar, exclusivamente, por su “prevención” a través de un mejor diseño institucional —combate ex ante—. Al respecto, habría que decir, ¿acaso la legislación penal aplicable a la corrupción —con sus instituciones, sistemas, modelos y sanciones— no es per se diseño institucional? Pero más aún, habría que decir que el mecanismo disuasivo por excelencia de cualquier actividad delincuencial —incluida la corrupción— subyace, si y solo si, se evita o se ataja su impunidad. De forma que el combate reactivo es, a su vez, preventivo: una elocuente forma de yin y yang entre la dualidad corrupción e impunidad.
Aunado a lo anterior, el informe advierte dos aspectos coyunturales —y de la mayor importancia— presentes en la génesis de la corrupción gubernamental: I) el ilegal, opaco y/o discrecional financiamiento a las campañas. Lo que auspicia, posteriormente, la corrupción en el gobierno electo en razón de un esquema de ‘toma y daca’ entre el candidato electo y el ‘financiador’ encubierto; y b) el lobby (coyoteo), esto es, la presión de inconfesables grupos de interés en los legisladores para la aprobación de diversas leyes a modo, así como el desvirtuado ejercicio legislativo tanto en la aprobación del Presupuesto, como en la elección de autoridades bajo el esquema de ‘cuotas y cuates’ [ministros, magistrados, consejeros y titulares e integrantes de órganos constitucionales autónomos].
Finalmente, y no menos importante, resulta el hecho de que este estudio correlaciona el combate a la corrupción con la libertad, independencia y profesionalismo de los medios y el periodismo, fundamentales para la exposición de la corrupción, y para la sanción de la corrupción, toda vez que es precisamente ello lo que obliga a las autoridades a actuar ante un escandaloso acto de corrupción o, en su defecto, lo que le otorga a la ciudadanía elementos de juicio para condenar con el voto democrático, a un partido o gobernante francamente corrupto. Más que sus previsibles resultados, lo interesante del estudio, es su metodología.
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