El Pleno de la Cámara de Diputados rechazó la iniciativa de reforma constitucional en materia eléctrica, presentada por el presidente López Obrador, con 275 votos a favor, 223 votos en contra y cero abstenciones. Para su aprobación, por mayoría calificada, se obligaban al menos 332 votos a favor.
Lo interesante, más allá de la ideología o posicionamientos vertidos en favor y/o en contra de esta iniciativa, es el significado de este inédito acontecimiento, tanto para el sistema presidencial, como para el sistema político mexicano. Es la primera iniciativa de reforma a la Constitución que no le fue aprobada al jefe del Estado en nuestro país.
En tiempos del sistema de partido hegemónico, el presidente de la República, nunca enfrentó dificultad mayor para que le fueran aprobadas sus iniciativas. Especialmente las de reforma a la Constitución. El otrora Congreso de la Unión era una mera oficialía de partes, que aprobaba lo que el ejecutivo enviaba. No obstante, nuestro presidencialismo perpetuó este resabio del ‘priato’ aún después de la alternancia (2000), no sólo para conservarlo, sino más importante aún, para exponenciarlo, toda vez que el 46% de las reformas al articulado constitucional (351/763) han ocurrido, precisamente, en los últimos 22 años, respecto de una Ley Fundamental que acusaya 105 años de vida en México. De modo que, después de la alternancia (2000), todos los presidentes de la República instauraron una nueva ‘facultad metaconstitucional’ (Carpizo dixit) puesto que, a pesar de no tener mayoría calificada en ambas cámaras, lograron que todos, todos sus decretos de reforma a la Constitución fueran aprobados. El pasado domingo… eso cambió.
Lo ocurrido marcó el inicio de una alta tensión y polarización político-partidaria entre los pro 4T y anti 4T en el Congreso (filias y fobias). Mismos que, en términos prospectivos y legislativos, comienzan una nueva etapa que será característica por una ‘minoría obstruccionista’ y una ‘mayoría avasalladora’. ‘Minoría obstruccionista’, porque habrá un intransigente obstáculo por parte del ‘bloque opositor’, en lo concerniente a reformas constitucionales durante lo que reste de la actual Legislatura. ‘Mayoría avasalladora’, respecto a reformas a la legislación secundaria, toda vez que Morena no necesita del ‘bloque opositor’ para su aprobación [p. ej. reforma a la Ley Minera].
Todo esto resulta especialmente revelador para el presidencialismo mexicano. De acuerdo con Oraculus —un promediador de encuestas— el presidente de México, actualmente, registra una popularidad y/o aprobación del 58%. Además, su partido Morena, posee un control partidario mayoritario en 19 legislaturas locales (necesita apenas 17 para reformar la CPEUM). Y acredita, además, una mayoría absoluta afín en el Senado de la República (58.61%) y en la Cámara de Diputados (55.2%). No obstante, no pudo sacar adelante una reforma constitucional, para la que se exige ‘mayoría calificada’ (dos terceras partes, cuando menos, de los legisladores). Lo anterior, a contraluz de lo ocurrido con Peña Nieto que, en 2017, registró una popularidad y/o aceptación de apenas el 12% (REFORMA 18/Ene/2017), pero, a pesar de ello, sacó adelante en ese mismo año, y con mayorías legislativas afines más pequeñas que las de López Obrador —tanto en el Congreso federal como en los locales—, ¡siete reformas al articulado de la Constitución Política Mexicana!
Moralejas. Primero, que independientemente de la popularidad del Presidente, para que sus iniciativas de reformas a la Constitución se aprueben, resulta indispensable el cabildeo democrático y la construcción de acuerdos legislativos. Segundo, que a pesar de la mayoría de diputados y senadores de Morena, el Congreso no es ya una oficina de trámite para las iniciativas del presidente. Precisamente como ocurre en todos los países democráticos, donde los frenos y contrapesos operan, para equilibrar constitucionalmente el ejercicio del poder.
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